En este post les voy a contar una de las excursiones
que más disfruté de la parte del viaje compartida con mi amiga: el ascenso al
Refugio de Laguna Negra.
Luego de algunos días bastante tranquilos, en los que
paseamos por la ciudad, dormí siestas, aproveché a leer, etc, ya estaba con
ganas de mover de nuevo mis piernitas. Se entiende que el ritmo que venía
haciendo con el grupo no era el mismo que llevaría en esta segunda parte del
viaje. No esperaba eso ni mucho menos ya que acá estaba compartiendo con una
familia. Pero debo confesar que ya estaba con ganas de hacer trekking, subir
montañas y todo eso.
Por suerte contamos con la ayuda de la mamá de Sol y
su amiga, que nos cuidaron a la pequeña Emma para que nosotras pudiéramos hacer
esta caminata. Para mi amiga era todo un reto ya que era la primera noche que
iba a pasar lejos de su niña. Los padres y madres que me leen seguramente
entenderán la mezcla de emociones que ella sentía. De todos modos, ¡allí
fuimos!
El refugio Manfredo Segre (más conocido como “Laguna
Negra”) del Club Andino Bariloche, fue inaugurado en 1969 y está ubicado a
orillas de la laguna Negra y del cerro homónimo, a 1650 m. sobre el nivel del
mar. Los alrededores del mismo constituyen un verdadero nudo de montañas de
oscuras rocas - de allí su nombre- que posibilitan variadas travesías hacia
otros refugios e incursiones de escalada por paredes de la zona. Manfredo Segre
fue un italiano enamorado de las montañas de Bariloche que, a su muerte, dejó
un legado destinado a la construcción de un refugio de montaña.
En el punto de partida (14 km por delante) / Caracol visto desde arriba |
El camino que nos llevó hasta allá tiene 14 km.
Cargadas con nuestras pesadas mochilas (por lo menos la mía se sentía bastante
así) empezamos la marcha. El sendero parte de Colonia Suiza, y son unas cinco
horas de marcha. Se va bordeando la mayor parte del mismo al Arroyo Goye, el
cual tiene frescas aguas en las que cargar la cantimplora o refrescarse.
El camino nos adentra en un bosque bastante tupido,
por lo que uno disfruta de sombra gran parte del tiempo. Se encuentran algunos
claros, algún mallín, y finalmente se llega a la parte más exigida de la
caminata: el temido caracol. Quien haya ido aquí sabe a lo que me refiero
cuando digo “temido”. No es nada imposible, pero si una parte exigente, de
mucha subida, de intenso sol y prácticamente ningún lugar donde refugiarse, sin
el consuelo del arroyo, y ya con ganas de llegar. Atravesarlo lleva unas dos
horas, así que llega un momento en que uno desea que se acabe. Yo debo decir
que tengo mucha resistencia y no me asustan estos desafíos, pero a más de uno
desmotiva un poco esta parte.
Cansadas pero felices, llegamos a una parte de
piedras, que está ahí nomás del refugio. Lo que tiene es que uno no lo va
viendo de antemano, sino que directamente llega un momento en que se topa con
este y con la impresionante laguna. Ese momento es genial, de pura felicidad,
con la sensación de haber llegado a la meta.
Dejamos las mochilas en el refugio (que estaba
bastante vacío, supongo por la altura del año) y nos fuimos directo a disfrutar
la laguna. Ahí metí mis pies, agradecidos por la sensación de frescura del
agua. Y ahí estuvimos un buen rato, en silencio y contemplando todo.
Impresionante el brillo del sol en la laguna, que poco a poco empezó a irse
ocultando.
La noche que pasamos aquí fue bastante cálida. Con una
remera de manga larga y un sweater fino ya estaba bien, aun estando a la
intemperie. Y realmente estaba para estar afuera, contemplando las estrellas.
Con otras personas que conocimos ahí, gente de varios lugares del mundo,
formamos un grupito y nos quedamos charlando de la vida, con un vinito
compartido entre todos y la vía láctea como techo.
Con mi amiga habíamos llevado unas empanadas para
cenar, pero unos chicos que conocimos ahí prepararon pastas y nos convidaron.
¡Muy rico todo!
El refugio es bastante rústico (de ahí para mí su
encanto), y no tiene electricidad (por lo que de noche se ilumina con velas).
En el piso de arriba se encuentra la habitación que funciona de dormitorio, en
donde hay colchones sobre los que uno puede extender una bolsa de dormir o una
frazada. Fueron poquitas las horas que dormí, pero de un sueño bien profundo.
Al día siguiente nos levantamos bien temprano, con la
intención de ver la salida del sol en la montaña. Mate y galletitas en mano,
nos sentamos sobre unas rocas cercanas. De a poquito Febo fue despertando de su
sueño y nos iluminó con sus rayos. El cielo se fue tiñendo de colores
anaranjados y amarillos, hasta que finalmente se tornó más azul.
Tuvimos inclusive la compañía de un pequeño zorrito,
que se ve estaba acostumbrado al contacto humano porque se acercaba a escasos
metros de uno. Precioso animal, le saqué unas cuantas fotos.
Aprovechamos a bajar temprano, para que la parte del
caracol estuviera más en sombras. Fue bueno que así fuera, hizo esa parte del
trayecto mucho más fácil.
La bajada nos llevó igualmente unas cinco horas, ya
que fuimos parando unas cuantas veces. Habíamos sumado como compañera de
descenso a una chica que estaba sola y quiso sumársenos.
Finalmente llegamos al punto de partida, y allí
tomamos un colectivo local que nos llevó hasta la cabaña. Una buena ducha y una
buena siesta nos dejaron como nuevas para seguir disfrutando nuestras
vacaciones.
(continuará..)